Agreda, el cortijo del abuelo.
Agreda, el cortijo del abuelo.
Tras la toma de Granada, el Señor de Ágreda fue beneficiado con un
palacio en la ciudad, la famosa casa de Ágreda en pleno Albaicín, junto a
inmensas tierras de labor en Montefrío. Tras las sucesiones y particiones que
se realizaron durante los siguientes 500 años, una parte de aquellas posesiones
llegó a propiedad de mi abuelo Mauricio. El Cortijo Ágreda. Para nosotros: el
cortijo del abuelo.
Para subir al cortijo llegábamos a la localidad de Puerto Lope por la
carretera de Córdoba, donde parábamos para aprovisionarnos de buenas y gruesas hogazas
de pan de horno moruno que nos durarían toda la primera semana de estancia.
Después, el pan lo haría mi madre amasando y cociendo en un horno de ladrillo
que había en la cocina de la vivienda.
Dejando el pueblo atrás, tomábamos un carril terrero que se internaba
en aquellos cerros cuajados de olivos. Si estaba lloviendo, avanzar con el
coche era misión casi imposible, pues las ruedas del Citroën “dos caballos” se
quedaban atrapadas en el barrizal. Con más o menos tropiezos y fatigas, fuera
como fuese, tras media hora de camino agreste de montaña, llegábamos a aquel
paraje idílico.
El cortijo se elevaba sobre una loma custodiado por un enorme nogal y una vieja encina de más de seiscientos
años de antigüedad. La famosa encina de Ágreda. Era una vivienda de dos
plantas. En la fachada principal había tres puertas. La puerta del centro era
la entrada a la vivienda; la puerta de la derecha conducía a los establos de
los caballos, mulos, yeguas y la burra; mientras que la puerta de la izquierda daba
acceso al corral donde las gallinas, los gallos, los cerdos, las cabras, los
conejos, los pavos y las ocas, vivían revueltos y en buena compañía.
En la planta baja estaba la cocina con su gran chimenea, la hornilla de
leña, el horno para cocer, el poyo para cocinar y la gran mesa de madera donde
comíamos. De la cocina se pasaba a un comedor en el que los niños nunca
entrábamos, equipado con unos muebles tan oscuros que nos daban miedo, destinado
a acoger visitantes de alta alcurnia que no recuerdo que alguna vez lo
ocuparan. Si acaso, en las visitas del General al cortijo. En esa misma planta
estaban los dormitorios: para los abuelos, para mis padres, para nosotros los
niños. Por la parte de atrás estaban las dependencias de la familia de
Custodio, el casero. La cocina era la zona mixta y fronteriza entre ambas
familias: señores y caseros.
En la planta alta estaba el granero. Allí se guardaban las legumbres, trigo,
maíz, harinas, aceituna, almendras y todo lo que se recogía en el cortijo. Los
techos, con vigas vistas de madera, estaban cruzados de cañas de donde colgaban
morcillas, chorizos, jamones, tocinos y otros productos de la matanza. El suelo
de esta planta era de madera, y en el mismo suelo se extendían manzanas, membrillos,
higos y tomates secos, junto a uvas pasas que impregnaban de un dulce olor a
fruta madura toda la estancia. En las esquinas, orzas con lomos de cerdo y
costillas en manteca, y bidones metálicos donde almacenábamos el aceite de
oliva para el año.
En la parte baja de la loma estaba la era, donde se hacía la trilla de
los cereales. En la era, que era un círculo de unos seis metros de diámetro
hecho de piedras planas, se echaba el trigo en tallo recién cortado. Y para
separar el grano de la paja, Custodio se montaba en una gran pieza de madera
sobre ruedas metálicas dentadas, tirada por un par de mulos, que pasaba una y
otra vez sobre los tallos de trigo cortándolos hasta que dejaban el grano
separado de la paja. Recuerdo a Custodio canturreando a Manolo Escobar mientras
cabalgaba en la trilla. Una vez trillado el trigo, había que aventarlo con un
tridente. Esperábamos a que hubiera un día de viento para lanzar al aire el
trigo trillado de manera que el grano cayera a nuestros pies mientras la paja
era arrastrada por el viento formando un montón al extremo de la era. Todavía
era necesario tamizar el montón de grano con el cernidor para dejarlo limpio de
paja. Con la paja se hacían haces con las que se alimentaría al ganado en
invierno cuando escaseara la hierba.
Más allá de la era estaba la huerta donde se plantaban todas las
hortalizas y vegetales que consumíamos durante el verano: tomates, pimientos,
ajos cebollas, berenjenas, acelgas, coles… Su perímetro estaba rodeado de
árboles frutales: manzanos, perales, cerezos, caquis, limoneros… Y más abajo la
alberca. Siempre con agua corriente que entraba por la acequia y salía por el
aliviadero de vuelta al barranco. Con agua tan helada que no podíamos estar más
de diez minutos dentro. Mi abuelo Mauricio encargaba a los caseros que limpiaran
la alberca de verdín al comienzo de la temporada para que sus nietos se
pudiesen bañar en el verano.
Tras la alberca, los campos sembrados de cereales, trigo, alfalfa, avena…
más alejados, cubriendo el suelo con su verde grisáceo: los olivos. Y todo
salpicado de enormes encinas con ricas bellotas que los niños disputábamos a
los cerdos.
Ese era el cortijo de nuestra primera infancia, de los veranos primeros
de nuestra vidas. Cuando aún no habíamos descubierto las delicias del mar.
Comentarios
Publicar un comentario