La liria
La liria
La
liria era uno de los acontecimientos más esperados del verano en el Cortijo
Ágreda. El cortijo de mi abuelo. Donde los García-Valdecasas medina pasábamos
las vacaciones, entre encinas, castaños, olivos, nogales, pavos, gallinas,
cacas de vaca, cabras, cerdos, conejos y demás bichos del campo.
Todo
empezaba cuando por la tarde los niños oíamos decir: “Mañana hay liria”,
“mañana hay liria”… y ya sabíamos lo que nos tocaba: salir con los hijos de los
caseros a cortar juncos. Mis hermanos y yo cortábamos pocos porque éramos
pequeños y no sabíamos manejar las navajas como los niños del campo, como los hijos
de los caseros que eran siete. El mayor de ellos, Custodio como su padre, de
veinte años, el jefe de la pandilla.
Volvíamos
con los hatillos de juncos y los subíamos a la cámara, junto a la chimenea, donde se sumergían en unos calderos llenos de liria.
¿Qué era la liria? Pues goma casera a base de melaza, agua, semillas y resina
de los pinos piñoneros. En la liria se empapaban bien los juncos recogidos. Mientras
se hacían estos preparativos, merendábamos el canto de aceite y azúcar que mi
madre nos había aviado y mi padre se encargaba de preparar la atmósfera de
misterio contándonos historias inventadas de los lobos traga niños que vivían
en las afueras del cortijo. Siempre nos acostábamos temprano, para ver el cine
de las sábanas blancas como decía la abuela Pepita, pero la víspera de la liria,
con más motivo. Nos acostábamos prontico, prontico, porque mi padre nos
levantaría de madrugada para ir a la liria, oyendo los grillos, lo cucos, los
gallos, los gambusinos (¿o no había gambusinos?), los aullidos de los perros, y
los mugidos de las vacas que ponían las cacas. Es decir, los sonidos del
verano.
Antes
de clarear, cuando tan sólo se ha escuchado una vez el canto del gallo y las
gallinas aún andan dormidas y desmadejadas, mi padre entraba en la habitación
chistando con el dedo índice en la boca para que nos levantáramos en silencio, y
oliendo al humo del primer cigarrillo
del día, que se mezclaba con el olor del jazmín y el galán de noche que crecían
debajo de la ventana donde dormíamos los niños. Nos despertaba con la imaginación
y misterio con el que nos había acostado la noche anterior. –“Cuidado, que no
nos oigan los lobos, levantaos sin hacer ruido, venga, arriba los valientes.” A
pesar del sueño y del frío impertinente de la mañana veraniega montefrieña, nos
íbamos levantando, vistiéndonos con la ropa que mi madre nos había preparado
para esa actividad campera, nos enfundábamos en las rebeconas de punto que mi
abuela Carmen había estado tejiendo durante todo el invierno, nos echábamos
agua en la cara para espantar el sueño y espabilar los ojos, y salíamos a la
mañana oscura de los cerros de Montefrío.
Así
organizábamos la excursión al río. Mi padre cargado con un zurrón en el que
llevaba una botella de vino, una hogaza de pan blanco, un queso de cabra y una
navaja para cortar las viandas que nos servirían de desayuno y almuerzo hasta
la vuelta al cortijo. No íbamos solos, nos acompañaba Custodio el casero y
algunos de sus hijos. Los mismos que habían preparado los juncos con nostros.
La
excursión al río llevaba más de una hora de caminata mientras aclaraba la
mañana y se afianzaba una raya celestita en el horizonte que se iba ampliando y
amarilleando con las horas. Al llegar al río se nos adjudicaba trabajo a los
niños: clavar los juncos que los mayores habían acarreado en cestos de mimbre,
los mismos juncos que habíamos impregnado en la liria, en un buen tramo de la
ribera del arroyo. Cuando los juncos estaban plantados, todos los cazadores nos
escondíamos bajo unos arbustos cercanos mientras mi padre nos pedía silencio
total. Cosa que era difícil de cumplir porque a los niños nos aguijoneaba la
impaciencia y la risa.
Una
vez que se afianzaba la mañana, conforme el sol fuerte de verano iba subiendo
en el horizonte, mientras comíamos un cachico de queso con pan, los pajarillos
incautos comenzaban a bajar de los nidos al río para beber y cazar los insectos
de su desayuno mañanero. Sin sospechar que los cazados iban a ser ellos. Entonces
era cuando se quedaban con las patas pegadas en la liria, aprisionados y a
nuestra disposición. Los chicos tan felices por el efecto de las trampas. Así
se iban recogiendo uno a uno los pajarillos. Nosotros, los niños, para darles
libertad, mi padre para elegir los mejores y llevarlos al abuelo Mauricio que
los cuidaba en sus jaulas y Custodio para echarlos en un morral mientras
nosotros no mirábamos. A la vuelta, Antonia, su mujer, preparaba una cazuela de
ave con ajos fritos en aceite de la zona, con las que el abuelo Mauricio se
rechupeteaba los dedos.
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