La Toribia


La Toribia

La Toribia era pequeña, peluda, suave; tan blanda por fuera, que se diría toda de algodón. “¡Que no, que no, que nooooo!” Que ese era Platero, el de Juan Ramón Jiménez.

En realidad, la Toribia, nuestra Toribia, mi burra Toribia, era entrañable, grande pero manejable, blanda y mimosa, juguetona y comprensiva, gustosa y peluda de un pelo gris como el cielo de un día nublado, con ojos grandes y negros como el pozo del cortijo, con un rebuzno tan noble como el aria de una soprano sublime.

El abuelo Mauricio compró a la Toribia en la feria de ganado de Íllora, para disfrute de los nietos en el verano (en realidad nosotros fuimos los únicos nietos que pudimos disfrutar del cortijo) y ayuda de acarreo para Custodio durante todo el año. La llegada de la Toribia al cortijo fue una fiesta para Pocholín, Tito y la Pitu. Sonia y Carmen eran aún proyecto de expansión familiar cuando la Toribia llegó a nuestras vidas.

Yo tenía siete años… Aún tan pequeña que para poder subirme encima de la borriquilla tenía que trepar al poyete de la entrada principal del cortijo desde donde me encaramaba en el lomo de la burra. Eso cuando conseguía despistar a mis hermanos  aprovechando que estaban distraídos tirando chinos con los gomeros a las lagartijas.

Una de esas tardes en que les tomé la delantera, monté a la Toribia y salí a pasear por los caminos polvorientos que llevan a Íllora y Montefrío. Iba yo muy ufana, soñando que era la dueña de aquéllas tierras, sintiéndome capitana mayor e independiente. Poco a poco, sin ser consciente de ello, iba alejándome del cortijo. Había dejado atrás la huerta, bordeado por la ribera la alberca, superado la era de la trilla, pasado de largo el campo de trigo y tomado el camino de Vallequemado, que en aquellos entonces era terreno prohibido, el fin del mundo conocido para nosotros.

Debió de ser más de una hora lo que llevaba yo a lomos de la borriquilla. Y eso que no era fácil llevarla. Pues cuando ella consideraba oportuno se paraba a comer hierbas frescas, cardos borriqueros y jaramagos del campo, y con su movimiento de agachar la cabeza me hacía a mí casi descabalgar. Esos pequeños inconvenientes no impedían que yo, en mi juego y en mi mundo, me sintiera una auténtica amazona, y le diera rienda suelta para que la burra empezara a trotar que daba gusto.

No sé cómo fue, pero en un momento comprendí que estaba perdida. Ni para adelante ni para detrás. Ni Vallequemado, ni la Luarta ni nada de nada conocido. Olivos, y más olivos, cerros y más cerros a lo lejos. Ladridos perrunos en la distancia. Pero ni rastro del cortijo ni de la forma de volver. Para colmo de males, me estaba haciendo pipí. Que sí, que aguanto, pero que me meo. No me podía bajar pues sabía que luego no podría volver a cabalgarla. Yo le di trote sin saber a dónde, con miedo y con unas ganas inmensas de llegar al cortijo para aliviarme.

Mientras tanto, mis padres ya me habían echado en falta, ya habían recorrido todos los lugares donde imaginaban que podía estar, ya habían interrogado a mis hermanos y a los hijos de los caseros con la conclusión de que nadie sabía nada de mí. Se organizó una batida llamándome a voz en grito. Y fue David, uno de los hijos de Custodio, el encargado de recorrer el camino de Vallequemado. Él iba a ser el héroe de mi salvación. Tan mayor, tan guapo, tan rubio, con sus ojos tan azules…

Yo, ajena a la búsqueda, muertecica de miedo, y sin poder aguantar el pipí… me meé encima de la burra. Pobre Toribia. Recibió un riego cálido de niña meona asustada. Mientras se me escapaba el chorro, también se me llenaron los ojos de lágrimas y comencé a llorar sin reparo pensando en mi situación: perdida y meada sin solución.

Y si alguna vez alguien me encontraba, advertiría mis pantalones mojados. Los únicos pantalones que tenía para jugar por el campo y hacer las mismas cosas que hacían los niños. Y mi Toribia bien meada. Todo eso merecería una buena regañina y un oportuno castigo.

Pero llegó mi salvador: -“Pero niña, ¿a onde te habías metío?”. “Ties a to el cortijo en revuelo”. “Vamos, vamos”. Y tomando la correa puso rumbo de vuelta al cortijo mientras yo no paraba de llorar de miedo y de vergüenza.

Cuando mi madre me bajó de la Toribia y me acunó en sus brazos todo se me pasó. Baño en el lebrillo con agua caliente de la leña y cine de las sábanas blancas.

Siempre recordaré el paseo con la Toribia por los dominios de mi abuelo.

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